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FLOR GARDUÑO: LE CYCLE DES MUTATIONS

Concentrados en un apartamento de la Ciudad de México, un perro, un venado y veinte pájaros, acompañaron la primera infancia de Flor Garduño, y ni al viajar la familia prescindía de tal acompañamiento. Cumplidos los cinco años, la niña adoptó varios perros, confundido entre ellos un coyote hembra. Para entonces sus padres se habían trasladado a un rancho aislado, aunque no muy distante de la capital, de modo que asistir a la escuela implicaba un largo trayecto. De vuelta a la granja familiar, el encuentro con sus animales llenaba las horas, aunque ya sin la coyota, expulsada tras incursionar en los gallineros.

En el trabajo de Flor Garduño, el animal adquiere visos de centralidad; la fotógrafa, no sólo ha dedicado un libro específico a estos seres, sino que buena parte de su producción conforma una lúdica zoología que parece recuperar las vivencias de infancia. Y no debe extrañar que retrate a su hija mientras abraza a un cuervo: Azul con muñeca. En Flor, la convivencia con el animal forma parte de un universo próximo y cálido, justo lo opuesto a lo siniestro (unheimlich) a lo cual Freud solía referir, y lejos también de la consigna surrealista del encuentro incidental entre una máquina de coser y un paraguas. Más bien, Flor establece una ficción en espejo. La de la fotografía y la de su propio experiencia imaginaria, donde el animal hacía las veces de cómplice en el acto solitario de la creación, un proceso estructurado por la mirada donde el término que se impone es la alegría primaria cercana al retozo del infante.

Si consideramos las imágenes capturadas por Flor en sus recorridos por México, Guatemala, Ecuador o Bolivia durante las dos últimas décadas del siglo pasado, se descubre una humanidad traspasada por la presencia del animal: Don perro, Minotauro, Conchera (la mujer búho), Tecuaniza (el hombre tigre) o Sixto. Es la máscara o el atavío ritual lo que motiva estos saltos ontológicos. A la postre, es un título el que orienta la condición anómala de la imagen, en El abuelo era un caballo sencillo, el animal y el objeto conviven en una nueva genealogía; o basta una parte orgánica para que el animal cobre vida sin abandonar su carácter de objeto, como en el caso de Cuchillos.

Cuando Flor Garduño se trasladó a varias comunidades indias de los Estados Unidos para documentar la existencia del caballo: Caballo con plumas, Caballo con círculo. A menudo resaltó la ornamentación corporal del animal, sugirió un sentido de vanidad humana, en contrapunto de tantas fotos suyas donde la animalización del humano es un recurso alegórico que alude a lo chamánico. De la zoología podríamos dar un salto a la arquitectura, donde el techo de paja adquiere el carácter de un acicalado peinado, Trenza. Un recurso constructivo para evitar la fuerza del viento sobre la techumbre, pero que al confrontarse con la poblada cabellera de la mujer india que habita el lugar, de manera inevitable se convierte en un referente de coquetería. Más frecuente es el trabajo de Flor con la dimensión mítica de la arquitectura, como la Chullpa boliviana, una torre funeraria aimara donde la muerte resalta como épica de lo cotidiano.

Los juegos del nahual

Francisco Toledo, es el título dado por Flor Garduño a uno de sus retratos, seguido de un participio verbal en diminutivo y en plural: sentaditos; con lo cual convierte, de facto, al pintor en un equivalente de los xoloitzcuintles que le acompañan, raza sui generis de perros arrugados y sin pelo. Cualquier idea de irreverencia ante uno de los grandes pintores del siglo XX en México parece desvanecerse, no sólo por el empleo juguetón del diminutivo, tan característico del lenguaje afectivo mexicano, sino por establecer un nexo con la figura del nahual, un doble animal que en el imaginario prehispánico era el primero en acercarse a un humano recién nacido, para después compartir su vida hasta el final. Basta centrarse en la mirada del pintor y en la del perro sentado para establecer esa empatía entre humano y el animal; un tipo de convivencia que el artista juchiteco formado en París despliega de la manera más natural en sus lienzos y esculturas.

Los iluminados

A su paso por la antigua Academia de Arte de San Carlos, Flor Garduño conservó ciertas afinidades con la historia de la pintura, en especial, cierta melancolía clasicista y la inclinación por los temas mitológicos; asimismo la cercanía con lo que en México se designa como arte objeto: las cajas de artista; pero sobre todo halló un desvío fundamental: el laboratorio de Kati Horna. Fue la fotógrafa Hungara, quien la aventajaba con casi medio siglo de experiencia en revoluciones, guerras, y destierros, la encargada de iniciar en la fotografía a la joven que aún no completaba dos décadas de vida. Un contacto que aseguró el viraje definitivo de Flor hacia el medio artístico de la foto, bastante menos valorado que la pintura.

Seguir el camino de los sueños, como si el inconsciente dictara la situación, fue el sendero trazado por Kati Horna, fotógrafa forjada en la lucha contra el fascismo y que registró lo cotidiano de la vida española durante la Guerra Civil. Pese a la estrecha amistad con un contingente de artistas desprendidos del surrealismo que el exilo concentró en México, o su cercanía con Edward James, Horna insistía en abjurar de las visiones surreales. Con sencillez y congruencia, admitía en cambio, el apego al “fantástico cotidiano”, como le llamaba; vivir a la espera de ser sorprendida por lo insólito. En esto pesaba, sobre todo, su herencia libertaria y los años de contacto estrecho con la vanguardia europea; no es de extrañar entonces que Flor hallara en ella un modelo de independencia profesional y de apego a la libertad y la búsqueda creativa.

El acento puesto en la mujer marcó otra zona de confluencia entre Kati Horna y Flor Garduño. En la primera, por razones de encargo, pues debía cubrir la parte visual de la revista Mujeres; en la segunda por una motivación auto-afirmativa que la llevó a desarrollar una especie de mitología instantánea. A la manera de los objets trouvés, Flor Garduño dispone de cuerpos femeninos que pone en diálogo con los objetos, convivencias perversas en que esos cuerpos se amalgaman o se enmascaran, una verdadera arcadia de sinuosidad y desnudez en alianza con las fuerzas orgánicas, encaminadas a sugerir una irradiación de vida, de erotismo, apegadas a cierto efectismo teatral, a veces situadas en el espectro de lo clásico, especie de amazonas; aunque también asumen el carácter de hechiceras o portentosas figuras germinadoras.

Habría que recordar que la formación de Flor en la academia de arte se hace presente también en su preferencia por el trabajo con modelo desnudo, en particular el femenino, que se mantiene constante en su obra: un repertorio de seres inasibles, mezcla de cuerpo y mito escudados bajo los títulos de Rapto, Tortuga azul, Medusa, Moneda, Pez espada, La nopala, Edén, Cuervo, La mujer, Columna sabiduría. Remanentes de un clasicismo que no se adscribe a las posiciones de género que comienzan a cobrar auge en los setentas.

El trabajo con la oscuridad es el trabajo de la luz

Antes de concluir diseño gráfico como una nueva fase de estudios, en 1979 abandona la escuela seducida por la práctica directa en el cuarto oscuro bajo el dictado de Manuel Álvarez Bravo, ícono de la fotografía mexicana quien pese a la juventud de la fotógrafa, debió percibir su disciplina y refinamiento como impresora y su avidez por absorber los secretos del trabajo con metales preciosos: platinos y paladio. Habrá que recordar que Flor asimiló la constancia y rigurosidad hacía la fotografía como una profesión gozosa, al contacto con el resto del equipo de asistentes del patriarca de la fotografía mexicana: Rafael Doniz, Jesús Sánchez Uribe y José Ángel Rodríguez. Si en algo Álvarez Bravo marcó la trayectoria de Flor, fue en mostrarle que sin el contacto con la pintura, la fotografía carecería de memoria estética. Queda en su memoria la emoción de recibir del maestro un libro sobre el empleo de la paráfrasis entre los grandes pintores de la antigüedad, y que iba del tenebrismo de Caravaggio, al peso de la sombra en Rembrandt o la amenaza que en la pintura de Goya asoma tras la penumbra.

De ese descubrimiento del valor de la luz derivó su obsesión por los claroscuros de Sebastian Stoskopfk, el pintor alemán cuyas naturalezas silenciosas inclinaron a Flor por explorar los límites de la luz. Con el tiempo, el género de las naturalezas silenciosas ocupará un lugar central en la producción de la fotógrafa: Las cerezas y Las granadas. Es ahí donde lo textural de los fondos alcanza su clímax de oscuridad. Negro denso que acabará por convertirse en un significante central, aunque alejado del absolutismo del alto contraste. Y no dejemos de lado la combinatoria de la naturaleza muerta y el cuerpo femenino, un recurso que emplea en muy contadas ocasiones, dada la exigencia de conjugar una poética muy personal con un rigor extremo en el aspecto técnico y compositivo: Los limones, un desplazamiento que vuelve sobre sí mismo a la manera de una metáfora circular, complacida en la pura tautología visual que va de la protuberancia de la fruta a la turgencia del pezón de la mujer.

La síntesis vanguardista, lo real maravilloso y el documentalismo

Frente a la potente tradición realista del arte mural, en la fotografía del México postrevolucionario destacó el culto a la imagen directa. Edward Weston inaugura una vertiente de la fotografía como arte, ya sin el lastre pictorialista. Junto con Tina Modotti, los estridentistas mexicanos consideraron a este fotógrafo parte de su temprana vanguardia.

Será Manuel Álvarez Bravo quien en las décadas siguientes mantenga viva la enseñanza de Weston y le imprima su sello personal, aunque más asociado con las poéticas surreales, nexo que los títulos de sus fotografías contribuían a afianzar, en detrimento de la idea de la imagen como algo meramente documental y de denuncia.

Las siguientes generaciones de fotógrafos habrán de fincar su peculiaridad autoral a partir de los encuentros de Álvarez Bravo, pero más que nada, en la prevalencia de un imaginario de sorpresas alimentado, en buena parte, por la presencia de El Otro, el indio y su entorno campesino, como parte del país multicultural y tremendamente desigual que ha sido México, pero donde aún reverbera la potencia de vida de las naciones originarias.

Pronto, ese plus de diferencia comenzó a ser relacionado con lo real maravilloso latinoamericano planteado por Alejo Carpentier como la antítesis del surrealismo, la presencia de “un modo de estado límite” que, en cierto modo, liberó a buena parte de la fotografía etnográfica del continente americano de quedar encuadrada en los ismos de la vanguardia europea, pero que también marcó cierta distancia con el arte nacionalista y testimonial en México. De esa estética del extrañamiento, de la intrusión de lo ancestral en la modernidad se nutrieron también las imágenes de Flor Garduño.

Si bien toda fotografía es un construcción imaginaria, la de Flor Garduño se encuadra en la tendencia de la fotografía construida, un desplazamiento que suma la voluntad de imaginación del artista a la primera ficción que caracteriza a cualquier fotografía por real que parezca. Acto de deseo que permite pasar por encima de lo indicial hasta establecer ese exceso de realidad ofrecido por la ensoñación y la puesta en escena de la propia subjetividad.

El libro como mediación

En 1981, el encargo de varias series fotográficas para un proyecto de libros de lectura en lenguas indias, vinculó a Flor Garduño con otra fotógrafa de larga trayectoria, Mariana Yampolsky quien la puso en contacto con el universo indio y el medio rural.

Ese encuentro despertó una amistad entre ambas que duraría toda la vida, y donde la cuestión editorial resultaba tema frecuente de discusión. Flor coincidía con el planteamiento de Mariana de que la actividad fotográfica debía articularse bajo un concepto de investigación y que, en tanto expresión personal, debía desembocar de tiempo en tiempo en un libro de autor, por encima de cualquier otro medio, incluida la exposición.

De manera temprana, en 1985, Flor Garduño concibe su primer libro, Magia del juego eterno, cuyo título anuncia ya su búsqueda de lo extraordinario y lo lúdico. Ese registro de un lustro de actividad fotográfica fue posible merced a la intervención del pintor Francisco Toledo.

Dos años más tarde Flor incursiona con un Bestiario, como corresponde a su propensión por exaltar la cercanía con el mundo animal. Pasado otro lustro sobrevendrá Testigos del Tiempo, una reflexión sobre la peculiaridad americana, y en donde sobresale un conjunto de imágenes relacionadas con el tema de la muerte envuelta en un aura de irrealidad pese a rozar el drama de un continente: Regreso a la tierra, hasta abordar una poética de la finitud: Polvo serán, mas polvo enamorado, la muerte como ofrenda celebratoria para la mirada. Así se sucederán otros libros hasta Trilogía de 2010, que condensa sus publicaciones anteriores e incluso sus frecuentes exposiciones.

El artista y sus espejos

Muchas de las figuras señeras de la cultura y el arte europeo de la primera mitad del siglo XX cruzaron por la vida de Kati Horna, y su capacidad de relato fue capaz de infundirles vida plena ante sus estudiantes.

La serie de retratos de Flor Garduño es deudora de esa vivencia, pero traspasada al lenguaje meramente visual, narrativa de lo entrañable donde se pone de manifiesto tanto el tributo de la fotógrafa hacia otros autores como los afectos personales.

Y es la propia Horna uno de sus sujetos retratados, con la mirada en el infinito, la misma mirada que la fotógrafa húngara capturó en un centro de reclusión psiquiátrica, imagen que recibió el título de El iluminado. Por supuesto cada personaje es sobre todo la escenificación de su quehacer situado en un punto de dramatismo: Ricardo Regazzoni, el escultor violentado por sus propias formas; Antoni Tàpies, que emerge de un lugar sombrío, ¿su propia tumba quizá o sólo una de sus pinturas informalistas?; y Alejandro Jodorowsky, con el añadido de una pequeña mano de madera que lo transporta a una escena del grupo pánico, movimiento que en su juventud impulsara junto con Fernando Arrabal.

Cuando por algún motivo Flor no logra concretar el retrato de algún autor que le es especialmente significativo, dispone de él de manera retórica, como ocurrió con Homenaje a Winogrand, donde el fotógrafo estadounidense es retratado por medio de la cita visual del hombre elegante de la pirueta, su imagen distintiva. En cambio, otro Nobel de literatura, el colombiano Gabriel García Márquez, sí es retratado de manera directa acompañado por una figura artesanal de luz, referencia a las mariposas de Macondo, el mítico pueblo ideado por el escritor.

De la fotografía como representación, la imagen mecánica pasa a ser vehículo de ensueño, territorio de los juegos imaginarios. De ahí que el trabajo de Flor se pueble de artistas, de esos seres que le abren caminos nuevos y la emocionan.

En ocasiones, la fotografía de Flor Garduño se sitúa en el terreno de la paráfrasis fotográfica, como al montar, a la manera de un tableau vivant, el clásico que Manuel Álvarez Bravo realizó para la portada del catálogo de la Quinta Exposición Internacional del Surrealismo que André Breton organizó en México en 1940: La Buena Fama durmiendo. Escena intrigante donde una mujer yace dormida en una azotea, con un vendaje que resalta su desnudez, las piernas cruzadas en forma de signo hermético y antecedidas por cardos. Flor replica esa extrañeza con El sueño, pero a partir de una mujer vestida, con atavío indio y en lugar de los cardos varias iguanas vivas, atadas.

En Homenaje a Gao Xingjian, cielo-mar, Flor evoca al escritor chino, para lo cual, más que tomar una forma precisa de su pintura le basta con transmitirnos la conmoción de sus paisajes. En este caso, el paisaje es el retrato del personaje. En cuanto género artístico, el paisaje dispone de un apartado propio en la producción de Flor, basta considerar sus imágenes de entornos alterados: Nube, o Tornado. Otras veces en cambio, lo que parece un disturbio de la naturaleza es simplemente el impulso que lleva a un encuentro entre árboles: Árbol de Yalalag, o esa otra imagen donde lo que sucede es una extraña unión entre lo aéreo y lo terrestre: Santuario de las mariposas, la indistinción entre un cielo floral y una nube tachonada de mariposas.

Como si Flor Garduño quisiera contradecir el aserto de que lo real maravilloso tiene por reducto el continente americano, sus recorridos europeos no abandonan la búsqueda de lo inesperado, un travestir la experiencia para dotarla de seres imprevistos, como en Libro sabio donde incorpora el entorno vegetal y una obra de arte popular funerario, prodigios de la naturaleza que en Anemone se traslada de la piel de las mujeres al prado donde se hallan recostadas.

De la celebración pagana, Flor Garduño salta alguna vez al tema bíblico, al milagro de la multiplicación de los peces presente en la Imagen mística, que acontece en algún lago suizo. Lo insólito dicta en ocasiones el proceso fotográfico. Una olla con restos de comida configuran una estructura arbórea, basta añadir al accidente una lagartija para obtener la imagen de Árbol, arroz y azar.

La cámara de las maravillas

El que toda foto constituye en sí una forma de selección sobre el continuo de lo real es ya algo sabido, de ahí el impulso de añadir nuevas capas de realidad a la tradición de la fotografía directa, tarea que Flor lleva a cabo por medio de una fotografía que podríamos llamar performática, esa confluencia de impulso y acto que, de manera despectiva los puristas de lo real solían menoscabar con el término de “fotografía manipulada”.

Pongamos por caso La creación, una toma fotográfica donde un telón recoge de manera ingenua la expulsión del paraíso, con su Eva y su Adán avergonzados luego de transgredir el mandato divino, imagen que sin duda atrapa la mirada; pero cuando Flor Garduño hace que bajo eltelón asomen dos pares de pies desnudos, incluye una corporalidad inesperada que trastoca el sentido de la pintura fotografiada, es esa intervención discreta la que conduce a la tautología, al desdoblamiento del título: la creación como relato bíblico y la creación en tanto acto fotográfico que coloca al mito de origen en un acontecer presente. Es claro que la fotografía construida no se somete a más regla, en el caso de Flor, que el atenerse al canon de la composición, a la convención clásica de la proporción aurea.

Las imágenes de Flor Garduño suelen provocar desconcierto, al contener en su factura la duda de si se trata de una imagen encontrada, de una imagen construida o de un montaje de irrealidad a partir de la irrupción de un objeto ajeno al ámbito de lo real. En Don Perro, por ejemplo, el sujeto fotografiado parece obedecer a la petición de mostrar su máscara, cuando lo que hace es mostrar cómo quiere ser visto. En El rayo, en cambio, cuesta trabajo pensar que la relación fondo-figura no esté acomodada de manera minuciosa por el dictado del fotógrafo, o si el pequeño santo fue trasladado de su altar al piso para incrementar la emoción de la foto. Lo cierto es que el lugar del Santo Santiago, en España “mata moros” y en América “mata indios”, antiguo protector de los conquistadores españoles, ha sufrido un proceso sincrético por parte del indio boliviano que lo identifica con el poder sin control de la descarga eléctrica, de modo que se vuelve necesario negociar largamente con él, en condición de iguales, hasta convencer al santo de no provocar daño.

Una foto inédita de Flor Garduño, Los abuelos, de tal manera se sitúa en el terreno del exceso de realidad, de lo inimaginable, que uno tiende a pensar que se trata de una perversa invención de la fotógrafa; y sin embargo, es una escena proveniente de un interior doméstico donde, de manera afectiva, se ofrenda con flores la mirada de la muerte, pues los cráneos de los antepasados por razones de culto se conservan en casa.

Canasta de flores, es la visión de una pequeña que sobre la cabeza sostiene una inmensa carga de flores, pero con un resplandor tal que esta foto se ha transformado en alegoría de la práctica fotográfica, un dejar constancia del arte mecánico transfigurado en don de luz. ¿El accidente atmosférico como momento decisivo o solo el refinado arte de perseguir la luminosidad absoluta, sin el modelado de la enorme variedad de gradaciones tonales del gris?

Luego de experimentar durante buen tiempo con el montaje en vivo de realidades, con el “momento sorpresivo” que proviene de forma directa de la realidad, al despuntar los años noventa Flor Garduño debió cambiar de estrategia y restringir sus recorridos, obligada por el encierro implícito en la crianza de una niña y un niño. Fue entonces cuando la fotógrafa inició una especie de viaje a través de su cuarto, con imágenes pobladas por un extraño repertorio de objetos rescatados del mercado de pulgas o recogidos de la naturaleza y que, a manera de las antiguas cámaras de las maravillas o gabinetes de curiosidades, dejaron de apiñarse en vitrinas o de colgar en los muros de la casa para entremezclarse entre sí y retornar al mundo de la imagen fotográfica como elementos vivos.

A partir de este ciclo Flor sumo a la pulsión de coleccionar objetos, la producción de sujetos fotográficos inesperados pobladores de una realidad nacida del entresueño y el juego. Asomar a las vitrinas de la casa de la fotógrafa es compartir su universo: la mujer sirena, luchadores enmascarados y antiguas estampas populares; ojos de vidrio en diferentes coloraciones, dientes humanos, manos de madera, ex votos de orejas, pechos y piernas, en cera o en plata; animales disecados, conchas marinas, nidos de ave, todo tipo de bichos, frutas y verduras secos y disecados; porcelanas, máscaras, botones y decenas de extraños objetos. Toparse con estos objetos en sus fotografías resulta más intrigante aún, por su desfile de mezclas, inestabilidades e hibridaciones, si bien forman una unidad indisoluble de composición y asombro.

Para Flor Garduño, producir a partir del objeto de colección significa otra manera de pensar el acto fotográfico, pero también una estrategia que saca al momento decisivo del territorio de la fotografía directa para situarla en la nueva tradición de la imagen construida, una vía que la separa de su generación.

¿Clasicismo o más allá de la fotografía?

El instante decisivo depende de un territorio de azares y encuentros, constituido por el acontecimiento de lo vivo, un punto donde la mirada confluye con la estética (la inscripción geométrica de la forma), un momento único e irrepetible que de no ser fijado por la cámara, pasaría al rango de lo suprimido, del olvido. A esta visión de la imagen quedaron adscritas Mariana Yampolsky y Graciela Iturbide; Flor Garduño, en cambio, se aleja de esa tradición para abrir la vía de la fotografía construida, donde se asumen otras formas de espo taneidad, se disloca el tiempo y produce el espacio del acontecimiento para dar cabida a las poéticas de lo inesperado.

Quizá referirnos al nuevo canon fotográfico alemán del último tercio del siglo XX, por contraste, ayude a entender la peculiaridad de la fotografía mexicana. La Academia de Düsseldorf, con Bernd y Hilla Becher, operaba al modo de un bloque de visibilidad mas no como grupo o tendencia, pero se proyectó como antídoto visual de las arquitecturas del exterminio. De ahí que el trabajo de archivo defina otra identidad desde la ruina y la arqueología industrial. Un minimalismo aséptico, un juego de iteración de arquitecturas capaz de sumergir en el olvido el periodo histórico previo, un punto de partida neutro para el impulso industrializador alemán.

Arraigada en México, Mariana Yampolsky, proveniente de la diáspora judío berlinesa de Chicago, realiza una tarea semejante a la de los Becher, con la captura de miles de imágenes de arquitectura vernácula; pero a la inversa de la repetición serial característica de sus colegas fotógrafos, Mariana saca a la luz la subjetivación contenida en cada arquitectura, su sentido único, y con ello da cuenta del poder creativo de los sobrevivientes de uno de los genocidios más prolongado de la historia, el de los herederos de la población originaria de América. Y aunque Mariana no genera escuela ni impulsa un gran mercado fotográfico, sí da pie a un dilatado archivo como lugar de memoria y emoción. Flor Garduño comparte esa capacidad de reconocer lo extraordinario de cada subjetividad y de transmitir calidez, pero en lugar de constituir archivo colecciona objetos: restos de imaginarios de distintos tiempos y culturas para más tarde incorporarlos en su fotografía. Inaugura así el camino de la fotografía construida mexicana, con la misma naturalidad con que desde el fin de siglo asimila los vuelcos de la fotografía postmedia. Pero lo que sin lugar a dudas la particulariza frente a sus coetáneos, es el rigor de oficio al imprimir, sea en el cuarto oscuro o en el laboratorio digital.

La fotografía de Flor Garduño mantiene un intercambio permanente con la historia de la pintura. Habituada a la paradoja, puede incluso dialogar con sensibilidades contrapuestas, con Marcel Duchamp, por ejemplo, quien expulsó de su obra toda traza de afectividad. Sin embargo, en Arqueología de Duchamp, una serie fotográfica reciente de Flor, con calidez, otorga un origen agrario al artista y nos entrega una imagen tierna de La rueda de bicicleta a partir de un vetusto instrumento de labranza. La cita artística aquí rinde un doble homenaje, a Duchamp en tanto sujeto que provocó un giro en la historia del arte, y al ready-made, en cuanto recurso de creación afín al trabajo de la artista, cuyas fotografías construidas están pobladas de objetos que ejercen el derecho a la creación espontánea, de una manera de dotar al objeto de singularidad. Poder que en Flor decanta su inclinación al juego solitario: otra empatía con el creador de el Gran vidrio. Sin importar si así profana el canon fotográfico, Flor dispone de reglas propias, siempre dispuesta a imponer una afectividad profunda, otra forma de goce del acto fotográfico. De modo que siempre que el mercado de pulgas disponga de objetos que cautiven o que existan seres del reino animal, Flor Garduño continuará con su tarea de hacer de la fotografía, no ya una imagen a revelar sino un lugar de revelación.

Francisco Reyes Palma